Apenas promociono mis libros en las redes sociales, es algo que me supera. Y cuando lo hago, termino sintiendo una mezcla de pereza plebeya y pudor aristocrático. No puedo evitar inhibirme en cuanto me percato de que llevo hablando de algún libro mío demasiado tiempo. De hecho, la más insustancial palabra referida a él me incomoda, aunque haya sido una mención que sobrevuela de pasada. Siento el mismo decoro de las ocasiones en que me veo obligado a hablar de mí mismo. Quizá es que en el fondo considero que lo que escribo es una extensión de mi persona y por eso me cierro en banda, o también que, cuando me dirijo a gente que casi no conozco, de pronto mis habilidades sociales descienden al nivel de un cangrejo ermitaño.
Porque a mí lo que no me sienta bien es ese «casi» que acompaña a los desconocidos. Los que provenimos de la caverna analógica estamos acostumbrados a desenvolvernos mejor con la gente que conocemos. Sin embargo, en la época de las redes sociales solo existen los desconocidos y los casi desconocidos. Los primeros no importan, los segundos sí, los segundos son la gran creación de Zuckerberg y compañía. Los casi desconocidos son los conocidos en potencia, los únicos ante los que exhibimos la foto de la ensalada o el vídeo del bailoteo, la verdadera razón que empuja a buscar el like desesperadamente. El postureo solo tiene el aliciente de las personas posibles, no de las ya conocidas. Es esto lo que sirve de acicate a nuestra necesidad de construirnos una identidad pública que sirva de reclamo, y a abandonar en el oscuro rincón de lo privado aquello que no se aviene con lo que creemos que se espera de nosotros.
Para moverse con fluidez por el proceloso mar de las redes, hay que estar pendiente de uno mismo, y es un imperativo que el autobombo del escritor necesite este nuevo ensimismamiento. Por eso, quienes han asimilado las reglas del juego hablan despreocupadamente de sus libros, y, cuando comparten una crítica o un artículo donde aparecen mencionados, les sale tan fácil dejar caer, como el que no quiere la cosa, que son la hostia y que nadie escribe como ellos.
Convertir la vanidad en un estilo de vida es un arte, y los que no somos artistas estamos condenados a mantener a duras penas nuestro decrépito narcisismo escribiendo artículos como este.
Imagen: Vanitas V. Óleo sobre lienzo. David López García