Sayonara, cine

No hay género artístico más determinante en mi vida que el cine. Más incluso que la literatura o la música. Existen libros que me han marcado profundamente, por supuesto, y canciones que parecen haber sido compuestas para mí. Pero sólo el cine es capaz de añadir a esas experiencias un trasfondo emocional que raras veces he encontrado en otros lugares. Y, sobre todo, una obstinación, una profesión de fe que hace que cualquier instante del pasado tenga su referencia cinematográfica. 

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Instapoetas

Dentro de quinientos años se seguirá leyendo el Romancero gitano, pero casi todos habrán olvidado Poeta en Nueva York. Para un estudiante del siglo XXVI, el primero continuará siendo más accesible que el segundo. La rotundidad de mi aseveración se basa en que esto ya ocurre hoy. El Romance sonámbulo, pese a la dificultad de sus imágenes, llega a más alumnos que Vuelta de paseo. Solo lo que se entiende puede gustar. Es una de las leyes de la lectura. Sin embargo, lo mayoritario en poesía suele provocar desconfianza. La pulsión elitista de saberse una «inmensa minoría» aún pesa en la valoración de la obra. 

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Elogio de la distancia

A medida que pasan los años, una misteriosa fuerza centrífuga me va alejando de las cosas. Tanto que ahora no concibo ver el mundo si no es a unos cuantos metros de distancia. Estar lejos es mejor que estar cerca. De hecho, tienes un problema si, a cierta edad, no llegas a esa conclusión. Lejos y cerca son, además de dos posiciones en el espacio, dos maneras de vivir en tu propio tiempo. El propincuo es un niño eterno, alguien apegado al equívoco del detalle, que es lo que suele ofrecer la cercanía. Con la distancia, en cambio, salimos de la infancia y hacemos que la mirada acceda a la versión completa del paisaje.

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Ciudades iluminadas

Hasta el siglo XIX, el hombre vivió solo de día. Anteriormente, rara vez se había atrevido a adentrarse más allá del crepúsculo. La noche era un vasto y misterioso territorio donde acechaban alimañas y enemigos emboscados. Es Frederick Albert Winsor quien acaba con ella al iluminar con gas Pall Mall en 1805. El alumbrado público consigue que el día alcance por fin sus veinticuatro horas de edad y que los miedos atávicos se llenen de colores nunca vistos. A partir de ese momento, lo desconocido abandonará las tinieblas de lo sobrenatural y se apropiará del difuminado impresionista de las farolas eléctricas y las lámparas belle epoque

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Sobre el miedo

No lo sabíamos todo sobre el miedo. Aunque lo habíamos conocido en situaciones donde lo sentíamos, jamás habíamos experimentado el miedo colectivo. El veintiuno es el siglo en el que las sociedades vuelven a tener miedo: al terrorista, a la pobreza, a la enfermedad, a la guerra, al fin del mundo. Pero nos ha marcado a unos más que a otros. Para los más jóvenes, que no han conocido otra cosa, el miedo no es tan perceptible como para quienes hemos vivido a caballo entre dos centurias. Es muy difícil que ellos puedan concebir una realidad sin controles de equipaje en los aeropuertos, sin puertas cerradas en los institutos, sin espacios seguros en las universidades o sin padres helicóptero en todas partes. No conocen más reglas que las de la incertidumbre y la desconfianza. Nosotros, en cambio, provenimos de otro universo donde la seguridad todavía no era el único valor del rebaño ni una consigna política que podía ganar elecciones.

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