Están casi todos. A la izquierda, vemos de pie a Miguel Hernández, seguido de Leopoldo Panero, Luis Rosales, Antonio Espina, Luis Felipe Vivanco, José Fernández Montesinos, Arturo Serrano Plaja, Pablo Neruda y Juan Panero. Sentados (de izquierda a derecha también) se encuentran Pedro Salinas, María Zambrano, Enrique Díez-Canedo, Concha Albornoz, Vicente Aleixandre, Delia del Carril y José Bergamín. El del suelo es Gerardo Diego. La foto está tomada el 4 de mayo de 1935, en el Restaurante Biarritz de Madrid. Todos se han leído. Todos se admiran. Todos se envidian amigablemente. Los suponemos después de la comida. Sonríen relajados. Quizás alguien haya gastado alguna broma. Tal vez continúen con una conversación iniciada antes del posado. Se reúnen para homenajear a Aleixandre, Premio Nacional de Literatura por su libro La destrucción o el amor. Y es esto precisamente lo que otorga a la imagen una suerte de trágica ironía. Porque un año después de aquel amoroso ágape, algunos de ellos intentarán destruirse mutuamente.
Resulta curioso que todos los que aparecen en la foto se dejen sorprender por la inesperada celeridad con que entra la guerra en sus vidas. Como si hubieran estado ciegos hasta ese momento. Como si, en el fondo, no hubiesen querido saber. Pero ¿sabían? Probablemente sí. Probablemente algunos supieran lo que construían. Probablemente supiesen que construían la destrucción y la disimularan tras la literatura y el amor, tras el poema brindado al pueblo, al camarada, a la humanidad toda. Debió de existir en ellos al principio una secreta voluntad de incendiar la montaña, de imponer un borrón y cuenta nueva (cada uno el suyo) capaz de higienizar el país de parte a parte.
Si se hubieran encontrado después de julio del 36, ¿qué le habría dicho el falangista Luis Felipe Vivanco al comunista Miguel Hernández? ¿Cómo habrían reaccionado los hermanos Panero si, en plena contienda, hubieran tenido tan cerca a Bergamín, presidente de la Alianza de Intelectuales Antifascistas? Luis Rosales, que cobijó a García Lorca por lealtad familiar, ¿habría hecho lo mismo con Neruda o Serrano Plaja? Amor. Destrucción. Tenue, casi invisible, se vuelve la línea que los separa. Tenue y repentina cuando la ideología política, y no los ideales, nos envenenan las entrañas y nos manchan la vida.
De un día para otro, en un instante, los amantes dejan de hablarse, los hermanos se odian y en las fotos de antaño terminamos reconociendo a los enemigos futuros.
Así fue. Después del amor llegó la destrucción o quizás coexistían en dramática simbiosis. Qué dolor por Miguel Hernández luego después, con esa sonrisa afable y valiente que dibuja en ese momento.
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