El corte es profundo, tanto que la sutura, de producirse, tardará décadas en cerrarlo. A un lado quedan los políticos, sus patrocinadores en la sombra y los palmeros mediáticos que los sostienen, dedicados todos a instilar el veneno de la discordia civil. Al otro, los individuos que, ante una tragedia nacional, se ayudan y se protegen. Qué mal trago estarán pasando ahora las banderías del Congreso de los Diputados al escuchar el testimonio del hombre anónimo que saca del coche a la mujer anónima antes de que el agua los arrastre. O al enterarse de que un montón de desconocidos son capaces de coordinarse improvisadamente para ponerse a salvo en una autopista anegada. ¿Y las dos Españas?, se preguntarán sin percatarse todavía de que las únicas dos Españas que existen son ellos y nosotros.
El corte siempre ha estado ahí, definido por el horizonte vital que guía a los españoles. Si los objetivos de estos no trascienden la propia cotidianidad, lo más seguro es que acaben siendo personas honestas. La honestidad es condición de la moral que rechaza los privilegios y que puede darse cuando uno no está empujado por la voluntad de poder. En cambio, si las únicas pulsiones son la arrogancia y la ambición (esa hybris de los países sin épica), resulta inevitable que se caiga en el oportunismo y en la mentira. Qué oxímoron tan ridículo el de la mesura del ambicioso. Cuánta pantomima en el político que quiere identificarse con la medianía de sus votantes. Precisamente él, que es enemigo de un modo de vida que considera vulgar porque evita los mecanismos del liderazgo, la ética de los fuertes.
Hay una España que incita a odiar al vecino y otra que lo salva de morir ahogado. Hay una España que desea sacar tajada política de la desolación de decenas de familias, y otra que lo único que quiere es salir del barro que ha devastado su hogar. Una seguirá intentando abrir en canal el cuerpo de la nación porque su propia supervivencia le va en ello. Otra soportará la propagación del lodazal ideológico aferrándose con todas sus fuerzas a esa integridad moral que siempre la lleva a comportarse generosamente con el prójimo. Una es la España del sectarismo polarizador de la clase política. La otra es la de la decencia común de la gente corriente.
Afortunadamente, el abismo que las separa es cada vez más insalvable.