Hay algo en la narración que subyuga la mente de quien la escucha, un poder que hace que el mensaje llegue al receptor abarcando al mismo tiempo la razón y las emociones. Las buenas historias nos atrapan al instante, así que el arte de contarlas siempre ha tenido como objetivo influir en nuestra voluntad. Lo saben los chamanes neolíticos, los evangelizadores de toda laya y los amados líderes que protagonizan las grandes revoluciones. Los ingleses llaman hoy a esto «storytelling», y nosotros, siempre a rebufo del imperio anglosajón a pesar de que poseemos un idioma mucho más rico, lo hemos traducido, ay, como «relato».
Uno de los maestros del relato fue Ronald Reagan, que basaba su retórica en mensajes sencillos e impactantes para controlar la opinión pública. Cada día apostaba por una anécdota (the line of the day) que debía salir en los medios para que todos hablaran de ella. En los negocios aplicaron pronto esta técnica a la publicidad y a la gestión empresarial, así que actualmente no hay político ni CEO que no tengan a su servicio a algún experto storyteller entre sus consejeros áulicos. Aunque parezca un delirio, la gente con poder ha asumido la superstición de que todo es lenguaje y cree fervorosamente que la realidad se puede construir en un despacho.
El último reajuste del relato (el relato del relato) consiste en poner mucho cuidado en deslindarlo de la intoxicación informativa. Dicen: una cosa es el bulo y otra muy diferente el discurso que los asesores políticos elaboran para encauzar a los ciudadanos por la senda de la verdad. Aseguran: no es lo mismo que un youtuber extienda el falso rumor de que hay setecientos muertos en el aparcamiento subterráneo de Bonaire, que el presidente del Gobierno «exagere» atribuyendo a una ultraderecha profesionalmente organizada los insultos con que es recibido en Paiporta. Lo primero es intoxicación informativa, explican, lo segundo se hace en defensa de la democracia.
Esta distinción entre el relato de la mentira y el relato de la verdad no es baladí; al contrario, define perfectamente cómo percibimos hoy la realidad. Estamos tan acostumbrados a la ubicuidad del relato que dependemos de él hasta para entender las evidencias que captan nuestros sentidos. Lo cual explica que nunca el engaño haya sido tan masivo como ahora, ni que jamás haya habido tantos negocios privados e instituciones públicas destinados a influir en el hombre corriente.
El «relato»: saberse situado en el lado bueno de la Humanidad. Se parece mucho a la conciencia protestante del que se cree bendecido por Dios y, por tanto, predestinadamente salvado según su infinita voluntad. En este caso son los zurdos los que se imaginan hechos de polvo de estrellas (les va el polvo mucho, de todos los tipos). Yo en lugar de «relato» lo llamo «cuento». Porque al fin y al cabo es un cuento chino que algunos cargan como acémilas y repiten como cotorras (me viene a la mente la imagen de una ministra de algo).
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Sí, es el cuento, la patraña de toda la vida. El otro día leí que actualmente los políticos (sobre todo los que pillan cacho y gobiernan) se rodean de expertos en «el relato», cuando antes se rodeaban de expertos en las diversas materias que afectaban al gobierno. Es decir, se rodean de expertos en la mentira, en la ficción. Estamos asistiendo a la aplicación política de la «french theory», amigo. Todo es lenguaje. Todo es nada. Es un momento histórico que será estudiado en el futuro. Cómo fuimos gobernados por auténticos sicópatas que creían que la realidad no existía.
Un abrazo grande.
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