Modernidad

El gran hallazgo de la civilización hispánica se llama modernidad, aunque, para entenderla como nuestros antepasados la concibieron, hay que despojarse de algunos prejuicios y aceptar que no significa progreso. Al menos en literatura. Es cierto que la literatura se hace moderna cuando la realidad se infiltra en los libros y la frontera entre esta y la ficción se desdibuja. Sin embargo, las obras se llenan de criados, pícaros y locos, más que por agotamiento del idealismo, porque la realidad deja de ser literaria. La Celestina aparece cuando se ha acabado la reconquista y la épica ya ha envainado la espada. No hay en ella hechos valerosos, sino acciones que tienen el único objetivo de la supervivencia. No hay enfermos de amor, sino interés. No hay enseñanza moral: hay vida. Pero todo cuanto nosotros, lectores del futuro, consideramos moderno, para aquellos escritores es un desastre. Por eso, el discurso sobre la libertad de la mujer está puesto en la boca de la puta Areúsa, y el del hombre hecho a sí mismo en la fingida autobiografía de un parásito social.

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Contra la escritura

Si nuestros 300 milenios sobre la faz de la tierra equivaliesen a una vida, los humanos llevaríamos poco más de un año utilizando la escritura. El alfabeto es una novedad tan reciente que aún podemos considerarlo una anomalía. Somos seres orales. A través de los sonidos que producen las palabras cuando se pronuncian y de las ideas que atesoran cuando se descifran, transmitimos en su día la sabiduría de la especie. Como el conocimiento no quedaba fijado en ningún sitio, tuvo la duración de la existencia humana y estuvo en completo movimiento: de boca a oreja, de madre a hija, de maestro a alumno. Cuanto se perdía por el camino era renovado en cada generación mediante un nuevo hallazgo o con una nueva versión de lo que había.

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Leer está sobrevalorado

Está completamente asumido que los buenos escritores son grandes lectores. De ahí que en sus obras siempre se encuentren las huellas de otro autor o velados homenajes a movimientos estéticos y filosóficos que, cómo no, solo pueden conocerse a través de la lectura. Al escritor se le supone ratón de biblioteca, alguien que vive encerrado en libros que, tarde o temprano, le servirán de inspiración. Más que una suposición ajena, es hoy día una exigencia de los propios literatos, un requisito autoimpuesto para ser tomados en serio como tales. No hay más que echar un vistazo a las redes sociales donde se promocionan. Nunca faltan ni la referencia a los libros que han sido esenciales en sus vidas, ni la confesión pública de lo importante que es para ellos la lectura.

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La mala suerte

Mala suerte no es que un arcabuzazo te deje inútil de una mano para siempre, ni que pases cinco años de cautiverio en los baños de Hasan el Veneciano. Tampoco que, a tu regreso a España, descubras que el mundo ha seguido girando sin ti y que todo empieza a sonarte irremediablemente a chino, o que, a pesar de ser un héroe de guerra, todo el mundo te ignore y se te impida comenzar de nuevo en el paraíso americano. Ni siquiera que te empeñes en dedicarte al teatro en el siglo en el que Lope es el rey indiscutible de la escena (esto no es mala suerte, por supuesto, sino una temeridad como una casa).

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