Opina el comentarista político que Giorgia Meloni es fascista, que Italia es un peligro para el resto de Europa y que solo la volatilidad del voto de los italianos puede explicar que los de Fratelli d’Italia hayan obtenido tan buenos resultados en las últimas elecciones. Pero lo más importante (añade) es que la ultraderecha está renaciendo en todo el continente y nadie parece preocupado. Así que, según él, urge un pacto entre los partidos democráticos para que los hermanos de Italia sepan (concluye en un calculado arrebato poético) que «con la fraternidad de los europeos no se juega».
Al comentarista político, que se considera progresista, le interesa conceder a la ideología de los fratelli una materialidad, un cuerpo monstruoso que la haga aparecer como un ser con entidad propia. De ese modo, conseguirá que el telespectador olvide que las ideologías (cualquiera de ellas) no existen autónomamente, que son sus seguidores quienes las nutren o las limitan. Cree que convertir la diversidad de los votantes en una única y gigantesca amenaza es lo mejor para concienciar a la gente de la gravedad de la situación actual.
Sin embargo, el telespectador sabe perfectamente que Meloni ha ganado las elecciones porque millones de italianos la han votado. Pero, en efecto, no conoce los motivos de que lo hayan hecho, y, claro está, quiere conocerlos para empezar a comprender qué está pasando en Europa. Por qué Marine Le Pen se disputa la presidencia de la república gracias a los votos de las clases populares. Por qué la clase media sueca ha convertido la formación nacionalista de Jimmi Åkesson en la segunda fuerza del país. Es decir, por qué la masa que tradicionalmente apoyaba a la izquierda ha cambiado de ideología y de partidos.
Pero el comentarista político no tiene ninguna intención de extenderse en explicaciones que odia dar porque, en el fondo, desprecia al telespectador. Es más, piensa que es una especie de Homer Simpson cuyo mediocre nivel de vida lo ha condenado trágicamente a la imbecilidad y a la incultura, y que, por lo tanto, hay que obligarle a entender, como al resto de «deplorables», que todo discurso que intente superar el maniqueísmo ideológico es puro blanqueamiento del fascismo. Es mejor que siga en la inopia. No vaya a ser que se entere de lo que la gente como el comentarista piensa de él y se vea tentado de votar a partidos semejantes.