Últimamente tenemos mala prensa los ordenados. Desde hace más de dos siglos, para ser más precisos. Hay que reconocer que el Romanticismo hizo un buen trabajo con la humanidad. Tanto que consiguió infiltrarse hasta en lo más recóndito del imaginario de la gente. El mito del espíritu atormentado que se enfrenta a la incomprensión de la masa llegó incluso al ámbito doméstico. No es de extrañar que ahora, en la época de ese epígono del héroe romántico que es el individuo narcisista, las personas ordenadas aparezcamos como las representantes de una suerte de tiranía llamada a uniformar las conciencias de los caóticos. A sacarlos de su singularidad irrepetible. A impedirles desarrollarse en libertad.
No falla. Tras la reprensión por una cocina llena de cacharros sin fregar, el caótico apelará a su independencia. Y si nos atrevemos a sugerirle que haga frente al amenazador avance de las huestes de ropa amontonada, nos afeará nuestra enfermiza fijación por invadir su espacio vital. La mayoría de ordenados nos hemos enfrentado a reacciones semejantes y hemos guardado silencio prudentemente, encajando las gracietas que se hacen sobre nuestro trastorno obsesivo compulsivo como verdaderos estoicos. Puede que, al principio, el ordenado sienta el peso de la culpabilidad al creer que es una rara avis, pero, afortunadamente, pronto termina conociendo la verdad. Y la verdad es que, desde la noche de los tiempos, el caos necesita orden, y que el orden nunca necesita el caos. Todos los mitos cosmogónicos lo narran de la misma forma. Al principio es la confusión y luego la armonía: la separación de los mares y los cielos, la iluminación de la oscuridad por la palabra, la proyección infinita de la materia tras la amalgama previa al Big Bang.
La época de la santificación del ego crea extrañas paradojas: la búsqueda de la especificidad es la norma para todos, la rebeldía ha de acatarse, la diferencia homogeneiza, el caos, por más que se niegue, es el nuevo orden, y el caótico, aunque esté convencido de que en realidad es la imagen de la rebeldía contra la mediocridad habitual, su representante más conspicuo.
El caótico vive feliz en el espejismo de la originalidad sin sospechar que su incompetencia para el orden es algo consentido. Que si estuviera solo en el mundo, sin la secreta supervisión a la que lo sometemos los agentes del orden, hace tiempo que habría sido devorado por su propio personaje.