El camino de las tres negaciones

Cernuda dejó escritos once libros de poemas, Salinas ocho y Machado, entre ediciones y reediciones, cuatro. Yo, en apenas doce años, llevo publicados seis. No pretendo presumir; únicamente me limito a constatar un hecho: a este ritmo de publicación, llegaré a los ochenta años con un lustroso currículum de más de veinte libros. Lo que me lleva a suponer, no solo que antes se escribía muy despacio (y quizá, por ese motivo, mejor), sino que ahora se publica muchísimo más rápido. Y, sobre todo, que cualquiera (yo, por ejemplo) puede hacerlo sin problemas.

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Modernidad

El gran hallazgo de la civilización hispánica se llama modernidad, aunque, para entenderla como nuestros antepasados la concibieron, hay que despojarse de algunos prejuicios y aceptar que no significa progreso. Al menos en literatura. Es cierto que la literatura se hace moderna cuando la realidad se infiltra en los libros y la frontera entre esta y la ficción se desdibuja. Sin embargo, las obras se llenan de criados, pícaros y locos, más que por agotamiento del idealismo, porque la realidad deja de ser literaria. La Celestina aparece cuando se ha acabado la reconquista y la épica ya ha envainado la espada. No hay en ella hechos valerosos, sino acciones que tienen el único objetivo de la supervivencia. No hay enfermos de amor, sino interés. No hay enseñanza moral: hay vida. Pero todo cuanto nosotros, lectores del futuro, consideramos moderno, para aquellos escritores es un desastre. Por eso, el discurso sobre la libertad de la mujer está puesto en la boca de la puta Areúsa, y el del hombre hecho a sí mismo en la fingida autobiografía de un parásito social.

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Curso 92-93

Quien vea la memoria como un largo y tortuoso camino que llega hasta el presente me entenderá cuando digo que toda vida tiene varias (en realidad pocas) paradas donde adquirimos las partes de algo que, finalmente, será la imagen que tenemos de nosotros mismos. En mi caso, si hay un momento determinante, ese es el curso 92-93, año en que estudié COU y coincidí con los amigos que me hicieron amar la literatura.

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Leer está sobrevalorado

Está completamente asumido que los buenos escritores son grandes lectores. De ahí que en sus obras siempre se encuentren las huellas de otro autor o velados homenajes a movimientos estéticos y filosóficos que, cómo no, solo pueden conocerse a través de la lectura. Al escritor se le supone ratón de biblioteca, alguien que vive encerrado en libros que, tarde o temprano, le servirán de inspiración. Más que una suposición ajena, es hoy día una exigencia de los propios literatos, un requisito autoimpuesto para ser tomados en serio como tales. No hay más que echar un vistazo a las redes sociales donde se promocionan. Nunca faltan ni la referencia a los libros que han sido esenciales en sus vidas, ni la confesión pública de lo importante que es para ellos la lectura.

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Somos muchos

Somos muchos, quizá demasiados. Levantas una piedra, fisgoneas en un perfil y acabas encontrándote con alguno de nosotros. Estamos por todas partes, e incluso hay quien piensa que no cabemos ni uno más. Por supuesto, no me refiero a los tontos (aunque los haya), sino a la gente que, de la noche a la mañana, se ha puesto a escribir. Porque es un hecho indiscutible que todo el mundo escribe últimamente, y, lo que es más indiscutible todavía, que una gran mayoría tiene su librito publicado. Confieso que, hasta hace poco, mi corporativismo me impedía admitir esta evidencia. Pero al final no he tenido más remedio que caer del caballo. En efecto, somos muchos, demasiados tal vez. El planeta literario está superpoblado y sus recursos son cada vez más pobres. Y esto es así porque cada libro que sale a la venta ocupa el doble de espacio: el suyo y el de un ego hipertrofiado esperando reconocimiento. 

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