Somos muchos, quizá demasiados. Levantas una piedra, fisgoneas en un perfil y acabas encontrándote con alguno de nosotros. Estamos por todas partes, e incluso hay quien piensa que no cabemos ni uno más. Por supuesto, no me refiero a los tontos (aunque los haya), sino a la gente que, de la noche a la mañana, se ha puesto a escribir. Porque es un hecho indiscutible que todo el mundo escribe últimamente, y, lo que es más indiscutible todavía, que una gran mayoría tiene su librito publicado. Confieso que, hasta hace poco, mi corporativismo me impedía admitir esta evidencia. Pero al final no he tenido más remedio que caer del caballo. En efecto, somos muchos, demasiados tal vez. El planeta literario está superpoblado y sus recursos son cada vez más pobres. Y esto es así porque cada libro que sale a la venta ocupa el doble de espacio: el suyo y el de un ego hipertrofiado esperando reconocimiento. 

La literatura siempre ha sido un hábitat donde los egos no han tenido excesivos problemas para desarrollarse, sobre todo, desde que el Renacimiento inventara el yo y el Romanticismo le diera categoría plenipotenciaria. Pero ahora Internet la ha convertido en un paraíso donde los egos han adquirido envergaduras propias del Jurásico. Nunca un escritor ha visto tan fácil publicar, ha estado tan expuesto a la alabanza, ni ha tenido tantas oportunidades de mostrar al mundo su indiscutible talento. Jamás, en la historia de la literatura, los muñidores de libros hemos gozado de tanta visibilidad como ahora. ¿Los motivos? Solamente uno: esta época, que promociona y protege el narcisismo como un estilo de vida, es el mejor momento posible para el ego literario.

Lo malo es que el ego literario es como ese personaje que termina devorando al actor. El ego es Drácula y el escritor, Bela Lugosi. Con tanta exposición del yo, del mí, del me y del conmigo, todos (famosos y desconocidos, estrellas rutilantes y autopublicados) vamos por la vida con las sienes teñidas y envueltos en una capa oscura. Y no solo eso, sino que al final creemos que, por escribir y publicar, el mundo nos debe nuestras obras, y estamos tan pendientes de las reacciones de los demás, que dejamos de tener algo importante que decir. 

La paradoja de los escritores actuales está ahí para quien quiera verla: nuestra enorme individualidad nos ha vuelto trágicamente similares entre nosotros.

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