Para entender a Antonio Machado hay que haber nacido en otro siglo. El siglo XXI es un siglo antimachado porque se ha perdido la mirada del paisaje. Antes, quedarse embobado mirando por la ventanilla del coche era algo habitual en las personas; ahora, mis alumnos, mi hija y casi todos los nacidos en este siglo no saben ni que el paisaje existe. Es imposible conmoverte con el mundo exterior cuando tus ojos están acostumbrados a contemplar otros mundos mucho más asequibles en el interior de una pantalla. Ver algo interesante en el paisaje, amarlo incluso, requiere concentración y capacidad de observación, habilidades propias de una mirada horizontal que la verticalidad actual del móvil no proporciona.
Con los años he comprobado que, de los textos que leo en clase, los que más aburren a mis alumnos son las descripciones. Con la narración pueden estar atentos unos minutos, y con el diálogo unos cuantos más; lo descriptivo, sin embargo, los espanta porque les cuesta un trabajo enorme. Para ellos, las palabras son sonidos que exponen y no dibujan, que refieren y jamás sugieren. La única literatura que les llega es la que se basa en lo explícito, ya sea de la imagen o del concepto en sí. Y, de lo explícito, prefieren aquello que, en la misma expresión, contenga toda su carga semántica.
Conseguir que un adolescente contemporáneo se emocione con don Antonio es difícil. Normalmente te emocionas con lo que comprendes, y de Machado poco vas a comprender si no sabes que, en poesía, toda topografía es, en el fondo, una metáfora: lo de afuera es imagen de tu intimidad y, si eres un buen poeta, de la intimidad de los lectores. Que lo subjetivo se vuelva universal es el secreto del éxito de la literatura. Si consigues que un olmo seco sea una imagen esperanzadora que te concierne, no solo a ti, sino a todos los lectores del mundo, entonces has escrito algo importante.
Pero los lectores de hoy no son como los de antaño porque han crecido en un mundo iconográfico, no metafórico. Machado es el poeta del símbolo, del significado que no está presente y que hay que ir a buscar a otros lugares que no se ven, que no son literales ni inmediatos. Y salir de la literalidad requiere esfuerzo. Por eso Campos de Castilla es uno de los libros que más bostezos provoca en mis clases.
Azorín sería, entonces, la apoteosis del hastío.
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Jajajajaja. Ni te cuento, Antonio. Ya lo era cuando yo estudiaba. Aunque yo les sigo leyendo «Las nubes», no te creas (de hecho, «Castilla» me parece una maravilla).
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Lo tengo en Biblioteca Nueva desde los diez años. El primer libro que recuerdo ir a comprar.
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