Con el tiempo, me he ido reconciliando con el Barroco hispánico. Antes no lo soportaba. Tras su abigarramiento veía una vulgaridad rayana en lo populachero. Era precisamente esta obsesiva proclividad hacia lo popular lo que más me repelía, porque pensaba que toda folklorización del arte era la prueba de que ese arte no valía. El auténtico era aquel que nacía para que jamás se filtrase a la masa, el que requería de ella una aptitud para apreciar lo artístico que, por supuesto, nunca se daría. Un arte para los entendidos.
No hay nada más correoso que un prejuicio. Necesité muchos años de terapia estética para que esta idea se me fuera atemperando. Tuvo la culpa la literatura. Como mi oficio me obliga a visitar cada año la tradición literaria española, hubo un momento en que empecé a observarla de manera distinta. Percibí una constante que la dotaba de un alma que la distinguía del resto de tradiciones europeas. Un día descubrí un patrón que unía el Poema de Mio Cid, con Berceo, Juan Ruiz, Fernando de Rojas y los escritores del Siglo de Oro. El engarce era la coexistencia de lo popular y de lo culto; al principio rivalizando entre sí (juglares contra clérigos), luego coexistiendo en una misma obra (Libro de buen amor, La Celestina), y al final, cuando la escritura ya era hegemónica, teniéndose mutuamente en cuenta si los autores se servían de la herencia de la oralidad para enriquecer sus obras.
Esta clave interpretativa de la literatura hispánica (americana también a partir del siglo XVI) me reveló que las épocas literarias más ricas eran aquellas que honraban lo popular, y las más anodinas las que perseguían el ensueño francés de la academia. Pero, sobre todo, me ayudó a entender por qué esto era así: de la integración de la tradición resultaba una literatura tremendamente insólita que pretendía abarcar todos los aspectos de la realidad. Este era el sello propio que había hecho posible que la novela moderna naciera hablando español.
Hallazgo semejante me ha servido para amistarme con el Barroco hispánico. Ahora lo considero la apoteosis de nuestra civilización. Como sucedió con la literatura, su doble naturaleza culta y popular lo convirtió en una especie de koiné estética con la que terminaron identificándose personas de tres continentes distintos. El Barroco hispánico fue el gigantesco imafronte de la primera globalización del ser humano. El último arte realmente universal.