Alemania es, por encima de todo, lo peor que le ha pasado a Europa en los últimos quinientos años. No solo ha estado presente en la mayoría de matanzas que, desde las guerras de religión iniciadas tras el cisma protestante, han asolado el continente, sino que ha sido la cuna de delirios políticos y filosóficos tan nocivos como el nacionalismo. Alemania, y los diversos nombres que ha adoptado antes de la unificación, ha ido envenenando Europa batalla a batalla, doctrina a doctrina. Está en su naturaleza hacerlo, no por deseos expansionistas en realidad, sino por una pulsión ancestral de muerte, heredera del mito pagano del Ragnarok. Alemania es, junto con Francia, quizá la nación más nihilista del planeta.
Eso explica que los alemanes, por encima de todo, siempre hayan estado obsesionados con la pureza, que es una de las imágenes de la nada. Son ellos los creadores del racismo científico que terminará justificando las barbaridades del colonialismo. La raza es un tema recurrente de su pensamiento y de su idioma, que consideran el más apto para la filosofía porque, a diferencia del romance, nunca ha sido corrompido con el mestizaje lingüístico. En alemán se han pronunciado las palabras más terribles contra otras razas: «debemos primeramente prender fuego a sus sinagogas y escuelas, sepultar y cubrir con basura todo aquello a lo que no prendamos fuego para que ningún hombre vuelva a ver de ellos piedras o ceniza». Esto lo escribe Lutero en 1543, aunque perfectamente lo podría haber firmado Adolf Hitler cuatrocientos años después, en la Conferencia de Wannsee.
Y sin embargo, Alemania, por encima de todo, conserva su prestigio como pueblo trabajador y de fiar, y, para colmo, ha sido merecedora de generosas indulgencias. Además de perdonarle la deuda tras la Segunda Guerra Mundial, EE.UU. la convierte en la potencia económica que hoy conocemos. Es suyo el objetivo de hacer una unión europea a imagen y semejanza de la industria alemana. Con ello cree que evita que surja de nuevo el resentimiento y que este provoque otra sangría. Pero se equivoca. Al final, el monstruo crece tanto que quiere volver a las andadas. Sus acuerdos energéticos con Rusia son el acta de una emancipación que el tutor americano jamás ha estado dispuesto a aceptar. De hecho, es precisamente su Ostpolitik (la política del este) una de las razones de que Europa vuelva a estar al borde del abismo.