Hay un escalón en el mundo del arte que muy pocos consiguen superar. Antes separaba al artista del artesano, o, si se prefiere, al genio del mediocre. Ahora, en cambio, aleja al artista del artista ventajista. El escalón es casi insalvable desde que las vanguardias cuadraron el círculo imponiendo la norma de la ruptura de las normas y la objetividad de la subjetividad como condición de todo. Hoy la subjetividad en el arte ha terminado haciendo del oportunismo una clave ineludible para que el artista sea reconocido públicamente.
Esto no quiere decir que en el pasado, cuando los referentes académicos decidían la calidad de las obras, no fueran necesarias las influencias. Lo eran. El sevillano Velázquez consigue retratar a Felipe IV gracias a la rapidez de reflejos de su suegro Francisco Pacheco, que sabe que el conde-duque de Olivares desea una corte integrada principalmente por andaluces. Pero Pacheco no habría movido un dedo si Velázquez hubiera sido un pintor del montón. El talento de su yerno lo empuja a ir en pos de las personas adecuadas porque sabe que, para acceder a la élite, hay que estar bien relacionado. En la actualidad, sin embargo, Pacheco carecería de criterios objetivos para vender la magia de Velázquez, por lo que, posiblemente, ya se le hubiera adelantado cualquiera que tuviese peores aptitudes y mejores contactos.
Solo si existen unas reglas claras y distintas, el mérito artístico puede quedar un poco más limpio de impurezas. Es justo en el momento en que se carece de los elementos objetivos que permiten valorar la obra, cuando se necesita un intérprete, un crítico, un representante, un curator, un experto. Ahí empieza la cadena de relaciones e influencias, que será tanto más corta cuanto mejor nutrida esté la agenda y más ramas con apellidos importantes haya en el árbol genealógico.
La liberación de las normas clásicas ha convertido el arte en un esclavo de la mundanidad. Aquel que ambicione remontar el escalón para salir de la irrelevancia social debe estar dispuesto a arriesgar su integridad en el laberinto de personas que conocen a personas que conocen a personas. Tan grande se le hace este laberinto a quien parte con el único aval de su obra y de su inteligencia, que es casi imposible salir de él. De hecho, nunca se sabrá cuántos artistas verdaderamente geniales se han quedado atrapados en el silencio sepulcral de sus callejones sin salida.