No se habla lo suficiente de la muerte de la escritura. No se habla lo suficiente del genocidio de las letras. De cómo la imagen o el pictograma, que son precisamente el origen del grafo, están acabando poco a poco con todo lo gráfico. No se habla lo suficiente de la involución cultural que supone el uso masivo de los emojis, de los stickers o de los gifs. De esta vuelta a la pared de la roca. Al mamut y al bisonte. A la fría oscuridad de la caverna.
No se dice que un emoji es el recurso de quienes no saben arreglárselas para que el propio mensaje revele todo lo que quiere decir. No se dice porque decirlo supondría admitir en público que nos estamos volviendo cada vez más tontos. Más tontos y más literales. De hecho, no hay nada más tonto que la literalidad. Ni más nocivo para el grupo. Una sociedad llena de personas literales es una sociedad profundamente antisocial. Una sociedad que no asume la connotación termina por no asumirse a sí misma.
La presión de la literalidad hace que nos obsesionemos por no ser tergiversados, y que necesitemos apoyarnos en algún recurso no verbal que explique o que refuerce nuestras verdaderas intenciones. Por eso, en el universo del pictograma no puede existir la ironía. O sí. Porque es lo literal precisamente el peor enemigo de la littera. Y no hay nada más irónico que eso. Nathan Poe se dio cuenta y formuló una ley al respecto. La ley de Poe establece que, «sin un emoticono que guiñe un ojo o alguna otra muestra clara de humor, es completamente imposible parodiar a un creacionista de tal manera que alguien no lo pueda llegar a confundir con uno de verdad».
El alma de la ironía es el sobreentendido. Los irónicos son los que esperan que tú, receptor, completes los huecos en blanco. Y que seas capaz de hacerlo. Una persona irónica cree en ti, te respeta, te tiene por alguien inteligente. Los literales, en cambio, solo esperan que tu mensaje los ofenda. Los literales desconfían de todo el mundo, están a la que salta. Yo lo percibo en mis clases. Hace diez años no tenía que explicar mis bromas. Ahora sí. Continuamente. Tanto que ya ni siquiera me esfuerzo en gastarlas.
Cuando inventen un dispositivo que me permita hablar con stickers. Tal vez entonces vuelva a hacerlo.
A mí la literalidad me está matando….
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Y que lo digas.
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