Asalto al cielo

Antes del asalto, el cielo pertenecía a un dios bastante extraño. Era el dios de los católicos, llevado por los españoles a todos los rincones del planeta. Allí se mezcló con espíritus telúricos y diosas emplumadas. El número de santos y de vírgenes creció en apenas unas décadas, y, con ellos, los días en que se les veneraba. Hasta el siglo XVIII, en la Monarquía Hispánica había una media de noventa festividades al año. Tres meses de banquetes multitudinarios, de corridas de toros, de fuegos artificiales. Para la universalidad de su mensaje, el catolicismo se hizo sincrético. Y este sincretismo lo transformó en una religión de la conmemoración y de la fiesta. 

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Sobre el miedo

No lo sabíamos todo sobre el miedo. Aunque lo habíamos conocido en situaciones donde éramos capaces de sentirlo, jamás habíamos experimentado el miedo colectivo. El veintiuno es el siglo en el que las sociedades volvieron a tener miedo: al terrorista, a la pobreza, a la enfermedad, a la guerra, al fin del mundo. Pero este miedo nos ha terminado marcando a unos más que a otros. 

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El imperio de los espejos

La contemplación de nosotros mismos es un acontecimiento tardío que sucede en la Venecia renacentista. Hasta ese momento, nos habíamos mirado en la ligera ondulación de las aguas o en los metales pulidos que reflejaban una figura emborronada y ambigua. Los cristales azogados de los maestros venecianos nos devuelven por primera vez en la historia una imagen nítida de quienes somos. De pronto, el yo, que nunca ha superado los límites de lo psicológico, empieza a desbordarse en el cristal y sale al mundo para subjetivar todo cuanto toca. Desde entonces, la idea de que las cosas no existen si no estamos allí para percibirlas irá calando en la modernidad recién inaugurada.

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El relato

Hay algo en la narración que subyuga la mente de quien la escucha, un poder que hace que el mensaje llegue al receptor abarcando al mismo tiempo la razón y las emociones. Las buenas historias nos atrapan al instante, así que el arte de contarlas siempre ha tenido como objetivo influir en nuestra voluntad. Lo saben los chamanes neolíticos, los evangelizadores de toda laya y los amados líderes que protagonizan las grandes revoluciones. Los ingleses llaman hoy a esto «storytelling», y nosotros, siempre a rebufo del imperio anglosajón a pesar de que poseemos un idioma mucho más rico, lo hemos traducido, ay, como «relato».

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Persona y personaje

«He llegado al límite de la contradicción entre persona y personaje»

Íñigo Errejón

El distingo es tan semántico como metafísico. En su origen, «persona» (del latín «persona», y esta del griego «prósopon») es la máscara teatral que oculta al personaje. La máscara de Edipo, a través de la abertura de la boca, amplifica el sonido y hace que sus palabras lleguen hasta las últimas gradas del teatro. El espectador griego nunca verá a Edipo, sino la imagen de su máscara. Todos los Edipos de todos los teatros de la Hélade tienen los mismos rasgos y, por tanto, son la misma persona. Sin embargo, el personaje, siempre escondido, son muchos personajes a la vez, tantos como consigue dibujar la imaginación del público. A partir de entonces todo estará al revés durante siglos: la persona será la ficción; el personaje, la realidad que esta ha velado

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La amenaza de la historia

Podemos estar tranquilos. El enfrentamiento social no ha llegado todavía. El verbo despreciativo y violento no ha salido del Congreso de los Diputados ni de las redes sociales. No ha ensuciado el vituperio la tienda de barrio. Se mantiene limpia de odio la atmósfera de las ciudades. Los compañeros de trabajo no se insultan ni los matrimonios se querellan. El ruido y la propaganda de los medios de comunicación no han acabado con la silenciosa rutina de la gente. El mundo de allá no ha contaminado la vida de acá. Por ahora seguimos a salvo. La historia no ha invadido nuestra intrahistoria. 

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El Gran No

Yo quiero ser del equipo del Gran No. Donde se ponga una buena negación que se quite cualquier voluntad afirmativa. En el fondo, no hay nada parecido a un Gran Sí. Afirmamos, por supuesto, pero ninguna de nuestras afirmaciones constituye una decisión soberana, una constatación de que estamos vivos. La afirmación es apática e inercial. El auténtico conocimiento aparece cuando negamos. El niño tiene muy claro que no le gusta esa comida y el adolescente que no quiere estudiar. Sabemos lo que no somos mejor que lo que somos, y a dónde no llegaremos en la vida antes que el lugar que ocuparemos. Toda experiencia depende menos de lo que hacemos que de lo que no hemos hecho. Negar, por tanto, es un acto performativo; afirmar no pasa de la mera expresión de lo evidente.

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Ateos

No creo en los ateos. En ese extrañísimo conformarse solamente con la promesa de la nada. En su revindicación constante de un sentido objetivo del mundo que sin embargo ninguno de ellos ha logrado entender jamás. En su amor casi enfermizo por la trampa dialéctica, henchida de arrogancia y paradojas, para defender lo indefendible. El ateo padece en un silencio culpable las viejas incongruencias del creyente. Las menosprecia por irracionales, sí, pero al mismo tiempo hace de la ausencia de Dios una presencia constante, una omnipresencia de la ausencia que exige que todo se mire a través del cristal de su ateísmo.

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Sayonara, cine

No hay género artístico más determinante en mi vida que el cine. Más incluso que la literatura o la música. Existen libros que me han marcado profundamente, por supuesto, y canciones que parecen haber sido compuestas para mí. Pero sólo el cine es capaz de añadir a esas experiencias un trasfondo emocional que raras veces he encontrado en otros lugares. Y, sobre todo, una obstinación, una profesión de fe que hace que cualquier instante del pasado tenga su referencia cinematográfica. 

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La isla

Tengo una teoría: la lengua no la hacen los hablantes, sino que es la lengua la que hace a los hablantes. Esto concuerda con lo que Tolkien aseguraba que había sido su verdadero propósito al crear la Tierra Media: dar hablantes al quenya, el primer idioma élfico que había estado desarrollando desde su juventud. Mi teoría sigue el orden tolkiano, que es, en el fondo, el de todas las cosmogonías. Primero la palabra y después el mundo. Primero el «fiat lux!» originador de la luz. El sonido articulado en el verbo creador. La música de las esferas. 

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