Una cosa es el humor y otra el cachondeo. El humor puede llegar a ser patético y terriblemente triste, y, sobre todo, terminar exponiéndonos, desnudos e inermes, al desierto de lo real. El cachondeo, en cambio, es una fiesta continua, un fuego de artificio en el que importa menos el fondo que la forma. Lo peor del cachondeo no es la vulgaridad de la que se suele nutrir (hay vulgaridades muy loables y humorísticas), sino la endémica impotencia que esconde siempre. Está en nuestra parte reptiliana de afrontar la vida agarrarnos un colocón de cachondeo cuando los problemas comienzan a acuciarnos; aunque luego nos demos cuenta de que tras él nunca ha habido nada y entonces se nos quite las ganas de reír. El humor es catártico, el cachondeo, sin embargo, es un callejón sin salida, una inercia frívola que nos vuelve perezosos e ignorantes.
En España se han estado confundiendo ambas categorías porque, literariamente, es un país de florituras y retruécanos. Humor, lo que se dice humor, ha habido muy poco, y los humoristas se pueden contar con los dedos de una mano: Cervantes, Lope, algo de Quevedo, Valle-Inclán, Mihura… Los demás son sencillamente unos cachondos mentales que han impuesto su marca registrada. Aquí se entiende mejor la chirigota que el Quijote, la tontuna de TiktTok que el esperpento.
Los españoles no lo saben, pero el cachondeo es hoy el verdadero problema. La alegría, la jarana, el cinismo, el buscarle a todo las vueltas con la cervecita en la mano. Y máxime cuando parece haberse convertido en el único signo capaz de diferenciarnos del brumoso y circunspecto norte. Allí la gente se enfada con los políticos que mienten, aquí hacemos una broma y los volvemos a votar. Allí queman contenedores cuando los obligan a confinarse, aquí inundamos las redes sociales con vídeos que ayudan a soportar obedientemente el encierro. El cachondeo no es resignación, sino tragaderas, la degeneración kitsch del estoicismo, un souvenir de aquel hondísimo desengaño barroco que se saltaba la censura y no dejaba títere con cabeza.
Por eso, al poder le gusta el cachondeo, porque es puro bromuro, la única vía de escape que es capaz de tomar un pueblo al que se le ha hecho creer que el alma de las cosas es el chiste. Los españoles hemos sustituido la desobediencia por la gracieta simplemente porque llevamos demasiado tiempo sin echarle huevos a nuestra historia.
Imagen: Batman: la broma asesina. Brian Bolland