Hubo un tiempo en que la humanidad vivía sin autores. Hasta hace relativamente poco, el arte, la ciencia o la literatura no precisaban de esa figura que sin embargo hoy parece indispensable. ¿Quiénes son los arquitectos que idean las pirámides de Egipto? ¿Quién compone el Cantar de Roldán? ¿Quiénes tallan los bellos y misteriosos capiteles del Románico? Tal vez antes se tuviera la certeza (muy razonable, por cierto) de que la obra era muchísimo más importante y, puesto que esta permanecería durante más tiempo en la historia de los hombres, infinitamente superior a su creador.
La humanidad pudo sobrevivir sin autores al menos hasta el Renacimiento, cuando el mecenazgo hace que el artista cobre plena conciencia de su posición en el mundo. Petrarca abre su corazón en el Cancionero. Miguel Ángel se retrata en su Juicio Final. Cervantes se reivindica a sí mismo en la segunda parte del Quijote. A partir de entonces, la firma irá desbancando a la obra poco a poco, y los nombres competirán en perdurabilidad con los brillantes frutos de la inteligencia.
Aunque en realidad son los románticos, con su obsesión por suplantar a Dios, con su afán por mostrarse herederos del fuego de Prometeo, los que le dan la vuelta definitiva al viejo abrigo de la creatividad. El autor está llamado a trascender al ser humano y a redimirlo de su ignorancia con la infinita generosidad de la que tan solo disfrutan los seres superiores e infalibles. Décadas después, las vanguardias no tendrán que vencer ninguna resistencia: el creador, en aras de la originalidad, hará de sí mismo su mejor obra.
Pero la historia del ser humano es también el relato de sus propias paradojas, y actualmente Internet, la herramienta que propaga el nombre propio hasta los últimos rincones del planeta, está siendo su mayor amenaza. Los autores, y todos los que viven de su trabajo, tienen miedo ahora de lo que está a punto de llegar. Intuyen, aunque no quieran reconocerlo, que se avecina el tiempo de una nueva humildad que los devolverá al anonimato, y que cualquier intento de mantener las cosas como estaban será completamente inútil. No otro sentido tienen todos esos fuegos de artificio del yo, toda esa celebración de la egolatría, toda esa hipertrofia de narcisismo que el siglo XXI ha convertido en virtud social y en requisito para seguir siendo amados por los dioses.
Simplemente son sus últimos coletazos.
Imagen: Detalle de La creación de Adán. Miguel Ángel Buonarroti.