No creo que haya existido en la historia nada tan traumático como el final del Paleolítico. Abandonar de pronto el bosque, ponerse a arar la tierra y a cuidar del ganado, encerrarse entre las cuatro paredes de una choza miserable, depender de una rutina cada vez más penosa, empobrecer una dieta, hasta entonces variada, a base de carbohidratos, o someterse a una nueva jerarquía social fundamentada en la posesión de bienes, es solo una pequeña muestra de las secuelas que dejó en la humanidad. De hecho, todas las historias que se refieren a una edad dorada primigenia conservan, en el fondo, el recuerdo de nuestra vida como nómadas.
Según esas historias, el ser humano experimentó un trágico declive en cuanto fue expulsado del paraíso. Ninguna de sus acciones, por muy importantes que estas fueran, pudo devolverle la perfección perdida, y a partir de entonces únicamente aspiró a convertirse, en el mejor de los casos, en un pálido reflejo del pasado. Para el pensamiento tradicional que está presente en estos mitos, la escritura o el motor de combustión, por ejemplo, representarían los vestigios del pecado de Adán y Eva.
La idea es difícil de entender, y, puesto que el arquetipo del progreso nos ha enseñado a creer precisamente en todo lo contrario, suena descabellada. No obstante, atiéndase al detalle de que algunos de los avances que han hecho más fácil la vida en realidad nos han socavado como especie. La escritura nos atrofió la memoria y el motor de combustión los músculos; de igual modo, hoy día los antibióticos debilitan nuestro sistema inmune y los dispositivos electrónicos perjudican seriamente nuestra capacidad de atención. No hay que ser muy avispado para imaginar cuánto tardaría un cazador-recolector con semejantes taras en ser devorado por un diente de sable.
En el reino animal está comprobado que, cuando una especie es domesticada, disminuye de tamaño. Les pasó a los perros cuando dejaron de ser lobos y a los uros cuando se convirtieron en bueyes. Durante 185.000 años, los hombres del Paleolítico fueron más altos, más fuertes y quién sabe si hasta más inteligentes que nosotros. Su capacidad craneal era mayor que la nuestra, y su físico quizá podría haber competido con el de cualquier atleta. Nuestra domesticación particular fue la civilización; nos sacó de la vida salvaje y nos hizo más longevos, pero a cambio nos convirtió en unos flojos y en unos gilipollas.
¡Jajaja! El final es atómico.
Este me lo quedo para las primeras semanas de mis clases de Filosofía.
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Tuyo es.
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