Institutos españoles

Dudo de que haya en España algo tan feo como un instituto de secundaria y bachillerato. Un instituto público, por supuesto, con esa mezcla de racionalismo franquista, neobolchevismo ochentero, ambulatorio de pueblo y tristeza inconsolable. Todo, en su interior, está llamado a despertar el instinto de huida: desde esos azulejos que, en la mayoría de casos, parecen importados del mismo Chernobyl, hasta el mobiliario, que a buen seguro alguien robó alguna vez del comedor de una cárcel. En definitiva, los institutos públicos españoles son una bomba estética de desmotivación masiva.

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El círculo

Lo llamo círculo porque es cerrado, aunque también porque tiene un centro. Su hermetismo significa exclusividad; su núcleo, influencia. Habitan el círculo quienes hacen méritos para entrar en él. Pero el círculo no es meritocrático, sino que se guía por las conexiones de agenda. Para el círculo, el mérito es del que conoce a la gente adecuada. Las relaciones que promueve no son ninguna novedad: yo te hago un favor y tú me lo devuelves algún día. Memoria de quien te ha beneficiado y talento para promocionarte son dos de los requisitos para entrar en el círculo. Sin olvidar, claro está, cierta conciencia de clase, es decir, el convencimiento de que pertenecerás a un grupo exclusivo que tutela a la masa.

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Sin esperanza, sin miedo

España nunca tuvo un Renacimiento o un Barroco, ni siquiera una Baja Edad Media. Todas esas épocas se concretan en un continuo, en una coherencia cultural que empieza en el siglo XIV y llega hasta principios del XVIII, coincidiendo con el cambio de dinastía. Semejante coherencia nos hizo escribir, pintar, investigar y vivir de manera distinta al resto de Europa. Y no por motivos de raza, de lengua o de religión, sino porque fue durante esos cuatro siglos cuando existió un pensamiento genuinamente hispánico.

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Poesía española

No hay poesía que consiga revelar una lealtad tan profunda hacia lo popular como la española. Ni tan prolongada en el tiempo. Lo constata una forma métrica como el romance, que proviene de la oralidad y hunde sus raíces en los antiguos cantares de gesta medievales, pero que sigue utilizándose sin apenas variaciones hasta el siglo XXI. O esa costumbre tan característica del poeta  renacentista que lo lleva a encontrar inspiración en el cancionero tradicional al mismo tiempo que adapta las novedades métricas y temáticas que llegan de Italia;  procedimiento este que volveremos a ver a principios del siglo XX, cuando los autores del 27 mezclen romance y surrealismo, flamenco y vanguardia.

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Los peores intelectuales

Nunca hemos sido los españoles grandes propagandistas de nosotros mismos porque nunca hemos dado una solución autóctona a lo que somos. Ni siquiera cuando luchamos contra Napoleón pudimos encontrar un relato propio. De hecho, fueron ellos, los franceses (aventajados epígonos de ingleses y holandeses) quienes nos dieron a conocer al mundo. Ya Masson de Morvilliers nos describía en la Encyclopedie como un pueblo incapaz para «las artes, las ciencias y el comercio». El ascendiente francés provocó que el alma hispánica, huérfana de espejos donde mirarse, asumiera como suyo el sambenito y lo difundiera a los cuatro vientos.

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Antidarwinismo

El de la política es un mundo al revés que depende de las reglas del antidarwinismo. En el microcosmos de los partidos, solo el más tonto, el más inane parece sobrevivir, pues la adaptación se mide por parámetros que nada tienen que ver con la inteligencia, el mérito o las buenas intenciones, sino con las tragaderas.

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Contra el verano

Si vives en el sur de España, es imposible que te guste el verano. Dirás que te gusta porque temes que te consideren un amargado, un cenizo o, lo que es peor, un rancio, pero una persona mayor y con dos dedos de frente no puede amar el látigo del verdugo ni las llamas del infierno.

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El sureste

Hay algo peor que haber nacido en España: ser del sureste. Si eres del sureste, ya sabes que estás condenado a que te miren con desconfianza, pero no porque piensen que les vas a hacer algo malo, sino porque sospechen que eres un espejismo. Murcia y Almería (y parte de Albacete también) componen esa dudosa terra incognita que separa Sierra Nevada de la playa del Postiguet. En el sureste no hay parajes que singularicen su geografía ni monumentos que identifiquen sus ciudades; el Mar Menor, como todo el mundo sabe, no existe, y la Alcazaba de Almería o la Catedral de Murcia no son ni la Alhambra ni la Catedral de León. Lo único identificable del sureste es que sus aborígenes abren exageradamente las vocales y votan a partidos de derechas. En resumen, si el sureste es un no-lugar que nadie es capaz de situar en el mapa, tú, suresteño, no eres prácticamente nada.

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Cachondeo

Una cosa es el humor y otra el cachondeo. El humor puede llegar a ser patético y terriblemente triste, y, sobre todo, terminar exponiéndonos, desnudos e inermes, al desierto de lo real. El cachondeo, en cambio, es una fiesta continua, un fuego de artificio en el que importa menos el fondo que la forma. Lo peor del cachondeo no es la vulgaridad de la que se suele nutrir (hay vulgaridades muy loables y humorísticas), sino la endémica impotencia que esconde siempre. Está en nuestra parte reptiliana de afrontar la vida agarrarnos un colocón de cachondeo cuando los problemas comienzan a acuciarnos; aunque luego nos demos cuenta de que tras él nunca ha habido nada y entonces se nos quite las ganas de reír. El humor es catártico, el cachondeo, sin embargo, es un callejón sin salida, una inercia frívola que nos vuelve perezosos e ignorantes.

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La mala suerte

Mala suerte no es que un arcabuzazo te deje inútil de una mano para siempre, ni que pases cinco años de cautiverio en los baños de Hasan el Veneciano. Tampoco que, a tu regreso a España, descubras que el mundo ha seguido girando sin ti y que todo empieza a sonarte irremediablemente a chino, o que, a pesar de ser un héroe de guerra, todo el mundo te ignore y se te impida comenzar de nuevo en el paraíso americano. Ni siquiera que te empeñes en dedicarte al teatro en el siglo en el que Lope es el rey indiscutible de la escena (esto no es mala suerte, por supuesto, sino una temeridad como una casa).

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