Personillas

Poco a poco veo más rostros descubiertos en mi trabajo, sobre todo entre los estudiantes (no así entre los profesores, qué curioso), lo cual ha hecho que esta primera semana sin mascarilla obligatoria no haya reconocido a casi nadie. El día antes de la «liberación», se me ocurrió preguntar a mis alumnos si, ahora que podían, vendrían a clase con la cara destapada. La mayoría contestó afirmativamente, pero me sorprendió que los que aún se mostraban reticentes adujeran por unanimidad que seguirían llevándola porque les daba vergüenza quitársela.

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Hiperlongevidad

Enfriamiento. Implosión. Expansión eterna. Según algunos físicos, una de estas posibilidades será el final del universo. Y después, no habrá un después. Por eso, el sueño de la inmortalidad no existe; existe el sueño de la hiperlongevidad. Ambos se confunden porque ni siquiera la fantasía puede concebir el final de todo. Deseamos prolongar la vida, no ser eternos. Ulises elige envejecer en Ítaca y rechaza la inmortalidad que le ofrece Calipso. Aunque la cuestión se vuelve sobrecogedora si nos preguntamos: ¿qué hace que una inmortal pueda enamorarse de un hombre de carne y hueso?, ¿su caducidad tal vez?, ¿acaso los dioses nos han hecho perecederos porque envidian que podamos morir?

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La aristocracia de la tilde

La mayor parte de las faltas de ortografía que cometen mis alumnos son faltas de acentuación. Ellos se desesperan con la intransigencia con que suelo corregirlas, y siempre terminan haciendo la consabida pregunta de todos los años: para qué sirven las tildes si se puede entender un texto sin ellas. Yo entonces, harto de tener que justificar la utilidad de lo que enseño en clase, les digo que, para mí, las tildes son lo que para un alemán, por ejemplo, es el motor de un BMW, es decir, algo de lo que sentirse orgulloso. Porque, como los automóviles en Alemania, las reglas de acentuación son de las pocas cosas que, en los tiempos que corren, funcionan bien en nuestro país.

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Viajes

Somos la última generación del Romanticismo. Nos gustan las mismas reliquias y adoramos a los mismos  dioses. Seguimos hablando de genio y de originalidad, creemos que todo hombre oculta a un poeta y todavía consideramos el mundo como un misterio insondable. Pero de entre todas las supersticiones románticas que permanecen enquistadas en las glándulas de occidente, tal vez la más palmaria sea esa pulsión por el viaje que parece consumir a mis contemporáneos. ¿Por qué la gente quiere viajar a toda costa? ¿Qué es lo que otorga al viaje el prestigio social que hoy posee? Y sobre todo: ¿por qué se nos vende como una conquista personal que, a su vez, es reveladora de un estatus o de un carácter?

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Cuerpo y alma

Aún somos almas encerradas en la cárcel del cuerpo. Aún caemos en él cuando nacemos y lo consideramos un obstáculo para la verdad y la virtud. Seguimos creyendo que el cuerpo, con sus sentidos limitados y sus bajas pasiones, sume a la persona en la infelicidad y la ignorancia.

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Autobombo 2.0

Apenas promociono mis libros en las redes sociales, es algo que me supera. Y cuando lo hago, termino sintiendo una mezcla de pereza plebeya y pudor aristocrático. No puedo evitar inhibirme en cuanto me percato de que llevo hablando de algún libro mío demasiado tiempo. De hecho, la más insustancial palabra referida a él me incomoda, aunque haya sido una mención que sobrevuela de pasada. Siento el mismo decoro de las ocasiones en que me veo obligado a hablar de mí mismo. Quizá es que en el fondo considero que lo que escribo es una extensión de mi persona y por eso me cierro en banda, o también que, cuando me dirijo a gente que casi no conozco, de pronto mis habilidades sociales descienden al nivel de un cangrejo ermitaño. 

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Emoción pública

Desde que he visto las imágenes de la masacre de Bucha no puedo pensar bien. Es como si todas las ganas de armar un discurso se me hubieran ido por el desagüe. Aunque, en honor a la verdad, debo decir que sí he estado pensando, pero solo cosas absolutamente irracionales, si se me permite el oxímoron, ocurrencias movidas por la tristeza y la rabia. Por ejemplo: he pensado en el horror de los momentos previos a los disparos o incluso en lo que deben de estar sufriendo los familiares supervivientes. O sea, más que pensar, he estado sintiendo.

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Save the past!

Yo soy de los que creen que solo existe el pasado, que la única materialización posible de los acontecimientos se realiza cuando estos ya han sucedido, y que tanto el futuro como el presente son construcciones mentales basadas, respectivamente, en la proyección de una memoria episódica, y en el espejismo de un continuo que nos induce a pensar que vivimos en el ahora. No, ni el mañana ni el ahora se dan jamás en nuestra vida, ni se asumen como tales porque son inaprensibles; ambos fluyen en una dirección y solo pueden ser concebidos cuando se represan en el recuerdo. El mañana y el ahora son, en el fondo, puro ayer.

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Viejos

Los viejos siempre han sido un incordio. Si no fuera por ellos, las largas marchas del clan habrían avanzado con más rapidez a través de los glaciares, y las civilizaciones posteriores, dependientes de su autoridad moral y de una tradición instituida por ellos mismos, no habrían tardado tanto en progresar. Menos mal que a los griegos se les ocurrió decir un día que la auténtica belleza residía en la marmórea dureza de los cuerpos jóvenes, y que después a los cristianos les dio por obsesionarse con el futuro, que es el mayor enemigo de la vejez, porque, a partir de esos instantes, cada época ideó una manera de quitárselos de encima: el Renacimiento, con su culto a la individualidad, los convirtió en locos ridículos que se creían personajes de novela; el Romanticismo, con su amor por la originalidad, los excluyó del arte y de la literatura, y, ya en el siglo XX, las vanguardias, con su fascinación por la novedad, sencillamente los olvidaron por completo.

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Antes de la nube

Los que hemos nacido y crecido antes de la nube no estamos bien últimamente. Y no creo que se trate de una proyección en los otros de lo que me ocurre solo a mí. Hay un desconcierto compartido, lo noto cada vez más. Sé que la mayoría intuimos que algo se nos está yendo, algo que es más profundo y arraigado que los hábitos cambiantes y las concepciones efímeras de una época. A veces queremos normalizar esa intuición y la atribuimos a la consabida constante que siempre ha hecho que las generaciones se miren con recelo. Pero no, es mucho más que eso. Es un observar alrededor, un preguntarse qué coño está pasando aquí. Es un no entender cada vez más acuciante que amenaza con hacer que terminemos no entendiendo absolutamente nada.

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