Cuenta Balzac que de pequeño le horrorizaba aburrirse porque no podía concebir peor tortura que no tener nada que hacer. A veces se aburría tanto que lloraba desesperadamente. Con los años, asegura, el aburrimiento ya no era tan habitual ni tan intenso, pero de vez en cuando regresaba en la forma de una tristeza suave e inspiradora. Antes de Balzac, el aburrimiento de los adultos se había confundido con la melancolía, un estado de ánimo que se consideraba propio de artistas y poetas porque producía un extraño sentimiento de nostalgia de épocas remotas que jamás se habían vivido. De ese recordar un pasado que ya no pertenecía a nadie nació el Renacimiento, que hizo de la tristeza algo elevado y noble.
Sin embargo, cuando Balzac escribe, empieza a hablarse del mal du siècle, que el autor, unas décadas más viejo que los artistas que lo padecen, califica de «impatience d’avenir», impaciencia del porvenir, una pulsión enfermiza «que nos hace piafar, caracolear, probarlo todo y dejarlo todo». El aburrimiento en siglo XIX ya no mira hacia las brillantes luces del pasado, sino a la espesa niebla que siempre suele cubrir el futuro. Y el futuro, claro está, carece de modelos que copiar. Por eso, la melancolía deja paso al spleen, y el artista al diletante.
Aburrirse será desde entonces la condición inexcusable de toda creación. Y las vanguardias son las que convierten esa condición en prestigio. Si el arte ha dejado de mirar al pasado, si ya no tiene modelos ni reglas, si ahora es expresión de la individualidad del artista, de sus traumas, de sus miedos, de su ideología, entonces ya no importa que sea comprendido. Y lo que no se comprende aburre. Y muchísimo, además.
El siglo XX ha sido una verdadera fábrica de tostones que han pasado por indiscutibles obras maestras. El Ulises es un pedrusco en toda regla. Y Proust. Y la mayoría de las obras de Virginia Woolf o Samuel Beckett. La abstracción pictórica y sus derivados aburren a las moscas. Y Miró. Y Schönberg. Y las performances. Y el videoarte. Y la nouvelle vague. Y la voz de Nico en la Velvet. Es la tiranía de la ininteligibilidad, que no solo impone un canon, sino unas férreas normas sociales: todos asumimos que la cultura contemporánea es un completo aburrimiento, pero no nos atrevemos a confesarlo. Por si se nota que no estamos a la altura.
Imagen de Ana Gil Guirado
En total desacuerdo. Muy bien expresado pero el autor se olvida de que lo incomprensible para unos puede no serlo para otros. Incluso lo incomprensible en la juventud se puede comprender en la vejez, cuestión de esperar el momento adecuado. Tampoco verse obligado a nada con la cultura. No se lee o se mira para los demás sino para uno mismo.
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Yo creo que el videoarte alcanza las cotas más altas del aburrimiento atroz. Y de lo pretencioso vacuo. He ahí el cénit de la obra contemporánea. Como Yolanda Díaz pero sin mechas.
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